Sobreviviendo a Venezuela
Lo primero que recuerdo de mi relación masoquista con Venezuela son unas manchas de sangre en el suelo de una plaza en Caracas.
Con la imagen de una virgen, unas flores y unas velas, habían improvisado un pequeño altar justo en el lugar donde tres personas habían muerto a tiros el día anterior. Eran los días turbulentos del fallido golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en 2002.
Desde entonces, nada entre ese país y yo fue normal.
Tras haber sido enviada a Venezuela varias veces a cubrir acontecimientos especiales, incluidas la muerte de Chávez y la elección de Nicolás Maduro en 2013, llegué a ocupar la dirección de la oficina de la AFP en los primeros días de septiembre de 2015, justo cuando la crisis entraba en lo más profundo.
Sin darme tregua de principio a fin, ese país me acaba de despedir en marzo con los peores apagones de su historia.
Fueron tres años y medio; pero aquí los tiempos son otros: un día es una semana; una semana, un mes; un mes, un año; y un año, una década. Los que yo estuve… me parecieron una eternidad.
Venezuela ha sido, sin duda alguna, mi mayor desafío profesional y personal: entenderla, explicarla y, al mismo tiempo, sobrevivirla.
Kilométricas filas en los supermercados para comprar un litro de aceite, harina de maíz para las arepas o papel higiénico, impactaron mi llegada. Eso y la sensación de estar siempre en peligro, acechada por un motorizado que me apuntaría con su arma para robarme el celular.
Durante mi trabajo allí, vi a un país derrumbarse. Viví la Venezuela de las despedidas, la de los hospitales deprimentes, la de los supermercados y camiones de comida escoltados por militares, la de los saqueos, la del trueque, la de las compras con lectores de huella digital, la de los anaqueles vacíos y también la de los llenos de cosas que la mayoría de venezolanos no puede comprar.
Me acerqué a la Venezuela de Lidubina, una anciana del barrio Petare que vive sus últimos años angustiada porque no halla medicamentos para su hipertensión y úlcera varicosa; y a la de Marling, a quien, sofocada con su barriga de siete meses, vi estallar en cólera cuando supo que se habían acabado los pañales que iba a comprar. Tenía un 177 pintado en un brazo, su lugar en la fila que formaba desde hacía varias horas bajo un ardiente sol.
Estuve también en la Venezuela de los bultos de billetes devaluados con los que se iba a hacer mercado, y en ésta, donde no conocí los nuevos bolívares porque sencillamente no hay. Antes de que el gobierno le quitara cinco ceros a la moneda, pasé también por la de Elizabeth, quien comprando un cartón de huevos en tres millones de bolívares me dijo indignada -pero sin perder el humor-: “¡Somos un país de millonarios!”.
Admiré la Venezuela ingeniosa de Nancy, quien tomaba una lancha para ir mar adentro a captar la señal de internet, pasar las tarjetas bancarias por el datáfono meciéndose al vaivén de las aguas, y cobrar a los clientes el pescado frito y las cervezas con cuya venta se ganaba la vida en un pueblito costero al pie de las montañas.
Temí a la Venezuela de Alejandra, quien a sus 14 años ya había palpado la violencia demencial en su barrio cuando vio a un amiguito matar de un tiro a otro; y a la del submundo mafioso, violento y caótico de Ender, un joven minero artesanal que sabe que, entre el oro, puede encontrar la muerte.
Viví la Venezuela de las marchas y contramarchas, la polarizada en la que un bando solo piensa en anular al otro, la de las nubes de bombas lacrimógenas y atardeceres encendidos, la de los dos presidentes, los dos discursos, la del hambre y la opulencia, la de las realidades paralelas y también contradictorias.
Siempre que salía del país, sin excepción, me preguntaban por Venezuela: Si era cierto que no había qué comer, si la gente apoyaba a Maduro o a la oposición, si iba a haber un golpe de Estado o una invasión, si sabía en qué iba a parar esto.
Seguramente agotada, muchas veces pensé que por más que se escribiera sobre este país nunca era suficiente o nadie lo iba a entender. Pensaba, además, que cada quien termina leyendo… lo que quiere creer.
Venezuela es un país arrebatado. Cuando pasan más de dos días sin que los dos polos se ataquen, sin que la oposición anuncie una nueva ofensiva con la que ahora sí esto se va a acabar o sin que aparezca Maduro en la televisión prometiendo una vez más prosperidad, es inevitable pensar que algo está por pasar. Y algo siempre pasa. Aquí la calma es sospechosa y la turbulencia normal.
Este es el país donde la retórica política aturde el día y la noche, el de los dramas insólitos y las angustias de nunca acabar. En mis años en Venezuela, siempre ocurría algo más y siempre era peor.
No recuerdo haber sentido tanto estrés ni tanto cansancio en mi vida. Por diferencia horaria, me despertaba sobresaltada desde temprano con e-mails de las sedes de Paris o Montevideo, algo que preguntar, algo que comentar, algo que sugerir o algo que pedir.
En la noche, la jornada continuaba en casa. Fueron incontables las ocasiones en las que, justo al final del día cuando estábamos por salir de la oficina o acabábamos de llegar a nuestras casas, a punto de cenar, aparecía el presidente en cadena nacional de televisión. Así no más, sin previo aviso, y a veces por segunda o tercera vez en la jornada. No quedaba otra que olvidar el descanso, abrir el computador, grabar, escribir y enviar.
A fuerza de tanto oír la propaganda insufrible de la televisión oficial, me sorprendí cantando, mientras conducía o cocinaba, el estribillo pegajoso de las canciones del gobierno. De la repetidera, también, los lemas opositores como el “¡Vamos bien!”, aunque todo fuera mal.
Perdí la batalla contra la adicción a revisar compulsivamente el Twitter o el WhatsApp y también la del insomnio. Los periodistas en Venezuela suelen tener cortas noches de sueño. Durante las mías, con frecuencia le daba vuelta a alguna idea de reportaje o a un problema en la oficina, a la espera de que la descarga adrenalínica se extinguiera a alguna hora de la madrugada.
Sin poder hacer gran cosa, mucho más que esperar, se me hicieron eternas las horas en las que algunos de mis compañeros del equipo fueron retenidos por militares o estuvieron asediados por los grupos armados civiles (colectivos) durante varias coberturas dentro y fuera de Caracas. Y me paralizaba durante unos segundos cada vez que oía en la televisión al presidente o a otro funcionario acusando de algo a la prensa internacional.
Soportar la presión de un país de primeras planas, al que todos juzgan y del que todos opinan -con o sin información-, es tan pesado como la cotidianidad. Administrar una oficina en una economía patas arriba como la venezolana fue un verdadero ejercicio de malabarismo y creatividad. El gasto que presupuestaba un día, al siguiente lo devoraba la hiperinflación.
Durante los repuntes de escasez, hubo que rastrear en el mercado negro el café, el azúcar y el papel higiénico de la oficina, o conseguir los huevos, el pollo o la carne para la casa en un estacionamiento a escondidas o en ventas de grupos de WhatsApp.
Ya había trabajado durante más de seis años en Cuba y las carencias no me asustan, pero vivir en una ciudad presa del temor a los ‘malandros’ (delincuentes), con calles desoladas y oscuras desde las 7 de la noche en un toque de queda autoimpuesto, llega a ser asfixiante.
Con todo y todo, entre tanto ajetreo, en la oficina o en la casa encontrábamos tiempo para admirar el cerro El Ávila y los arcoíris sobre la ciudad, partir las tortas de los cumpleaños, reírnos y compartir unas cervezas, siempre que no estuvieran escasas.
Los últimos tres meses de mi misión en Venezuela fueron una locura: una vertiginosa secuencia de hechos políticos que impidió que me despidiera de este país en paz.
Durante semanas, como en los cuatro meses de protestas de 2017, Venezuela estuvo -nuevamente-, entre los temas de cobertura dominante de la AFP en el mundo. Lo más duro ahí es alimentar un flujo imparable de información, aunque las fuerzas, los ánimos y las ideas ya no den para más.
Y cuando pensé que ya había sido suficiente, aún me faltaban cosas por pasar antes de dejar el país.
Eran las 4:55 de la tarde del jueves 7 de marzo de 2019 y las alarmas de nuestra oficina saltaron. Creíamos que era uno más de los cortes de electricidad que ocurrían de vez en cuando en Caracas por unos minutos o un par de horas. Pronto nos dimos cuenta que afectaba a casi todo el país. Ese primer apagón fue de casi una semana. Empezaba ahí otra fase del agravamiento de la interminable crisis venezolana.
Sin energía colapsaron el suministro de agua -para cuyo bombeo en las ciudades y edificios se necesita electricidad-, el transporte, las comunicaciones telefónicas, el Internet y el comercio. Al casi no haber bolívares en billetes, las transacciones con tarjetas o transferencias bancarias son indispensables en la vida cotidiana. Como no funcionaban los bancos, ni los puntos de venta electrónicos, pasamos de la época del “dólar enemigo” a una economía dolarizada durante el apagón, donde hasta el hielo se vendía en dólares.
Inhabilitado el edificio de nuestra oficina, como casi todos en Caracas, tuvimos que trasladarnos con nuestro equipo de trabajo a varias habitaciones de un hotel para poder reportar el caos de un país paralizado: enfermos sufriendo en los hospitales, gente desesperada buscando agua, trabajadores caminando kilómetros ante la falta de Metro. Muchos temían que se fuera a dañar, en sus refrigeradoras desheladas, la comida que habían comprado con tanta dificultad.
En el hotel teníamos agua, comida y electricidad abastecida por plantas generadoras, pero batallábamos con las dificultades de comunicación para poder transmitir. Por la noche, algunos regresábamos a la oscuridad de nuestras casas. La mía estaba a 200 metros, pero tenía que ir en carro por la inseguridad.
Alumbrada con una linterna, todas las noches subía diez pisos para llegar a mi apartamento, cargando en mi mochila la computadora portátil, el celular, una grabadora, un teléfono satelital -por si ocurría una emergencia peor-, una libreta y unos dispositivos de comunicación que funcionaban muy mal y a veces no servían del todo.
A la luz de unas velas, tras comer apurada, escribía la nota principal con la que en la madrugada dábamos continuidad 24 horas a la noticia que era, una vez más, dominante mundial.
Me estresaba lidiar con la señal de internet que iba y venía, viendo acongojada desaparecer una a una las últimas rayitas de carga del celular.
El silencio de la noche era interrumpido por el sonido de las plantas eléctricas que tenían ciertos edificios, por el eco de uno que otro insulto a gritos contra Maduro y por el golpeteo metálico de las cacerolas con las que de rato en rato protestaban algunos venezolanos desde las ventanas de sus apartamentos, en la complicidad de las sombras.
Algunos compañeros que durmieron en sus casas se bañaban en el hotel, uno llevó la carne de su consumo familiar para conservarla en las neveritas de las habitaciones y otro fue un día con botellas camufladas en una gran mochila para cargarlas de agua sin que la seguridad se percatara.
A veces, en la madrugada, regresaba la luz sólo para volverse a ir un par de minutos después. La primera vez alcancé a alegrarme; luego ni me inmutaba, contenida por la frustración.
Pasamos el primer apagón y luego siguió otro. Todo de nuevo; pero, por el hartazgo, sentía que era peor
Uno de mis jefes en Montevideo, bromeando un día, me comparó con un preso que pone marcas en la pared por cada día que le falta para alcanzar su libertad. Confieso que llegué a contar, en el último mes, en regresiva los días.
Mi despedida entre colegas y amigos fue a oscuras, mirando desde el piso 19 del hotel la ciudad apagada.
En la madrugada del 1 de abril, cuando dejaba definitivamente el país, alcancé a ver en los túneles que están camino al aeropuerto a gente con botellones recogiendo el agua que caía desde una naciente. Así di el adiós a una Venezuela en penumbras. Resignada, me dije: “¡No podría haber sido diferente!”.